lunes, marzo 19, 2007

Adictos al dolor


Involucrarse constantemente en relaciones destructivas no es una cuestión de actitud o insensatez. La codependencia es una patología que requiere la misma atención que el alcoholismo y otras adicciones.

Claudia Altamirano

Discutir con su esposo hasta llegar a los insultos era lo cotidiano para Consuelo*, pero esa noche, tocó fondo. Con la adrenalina y la rabia hasta el tope, él detuvo el automóvil –en el tercer carril- y le abrió la puerta para que bajara. Sin importarle el flujo vehicular, ella descendió del carro y se quedó ahí, de pie, esperando –deseando- ser arrollada. Él arrancó y ella no recuerda qué pasó después ni cómo llegó a su casa.

Tras este episodio, ella supo que su relación con ese hombre estaba destruyendo su vida. Durante 13 años mantuvo una relación intermitente, llena de violencia física y emocional, de la que también fue víctima su hijo, con quien reconoce que “se desquitaba”. Pese a todo esto, cada vez que se separaban, Consuelo caía en depresiones incapacitantes, “Era como estar muerta en vida, él era mi oxígeno, mi droga”, dice. Sus fugas eran el alcohol, cigarro en exceso, el sexo y más relaciones destructivas: se relacionó al mismo tiempo con otros hombres igualmente enfermos.

Este patrón tenía sentido, aunque ella no podía verlo: con un padre alcohólico y golpeador, una madre -por tanto- coalcohólica y un hermano abusador, la pequeña Consuelo bloqueó todo en su memoria pero se dedicó a buscar en sus parejas el amor que no obtuvo de su padre; para lo cual, tenía que relacionarse con hombres similares a él.

Acompañando a su hermana, quien también se involucró en una relación destructiva, acudió a un grupo de autoayuda, donde, indirectamente, descubrió su condición: era codependiente. Llegó victimizada, creyendo que su marido era el “ogro malo” por someterla a todo tipo de abusos, pero ahí se dio cuenta de que, en una relación de codependencia, están tan enfermos el uno como el otro.

“Quienes presentan esta patología, culpan habitualmente al enfermo alcohólico y están esperando manejar su alcoholismo, sin darse cuenta que ellos son los que están enfermos”, señala el doctor José Ángel Prado, director técnico de adicciones del Consejo Nacional contra las Adicciones (CONADIC).

En entrevista, el especialista explicó que se considera codependiente a la persona que sostiene una relación afectiva que daña todas las áreas de su vida y, a pesar de ello, no la rompe.

Amar demasiado

Las personas que presentan esta patología dependen en gran medida de los demás, midiendo su valor con base en la opinión que otros tengan de ellos. Tienden a confundir la lástima con el amor e intentan cualquier cosa para mantener la relación con el adicto, pues les da la sensación de ser útiles para él. “En ocasiones incluso mantienen el alcoholismo de la pareja para continuar con esta relación perversa de codependencia”, advierte el médico.

Cuestionado sobre las razones que motivan a una persona a soportar esto, Prado García argumentó que existe un beneficio oculto en este tipo de sufrimiento: “Les da una sensación de utilidad, de valor, y porque desafortunadamente no han llegado a aceptar que ellos tienen un problema”.

Codependientes anónimas, el grupo al que Consuelo pertenece, señala como características de la codependencia: patrones de negación, sumisión, baja autoestima y control; teniendo frecuentemente como origen un hogar disfuncional que no satisfizo sus necesidades de atención, cuidados y cariño.

Estas necesidades insatisfechas motivan a buscar parejas emocionalmente inaccesibles, a quienes puede intentar cambiar “con su amor”. Acostumbrado a la falta de amor, el codependiente está dispuesto a esforzarse más por complacer; haciendo cualquier cosa para evitar que su relación se disuelva.

Como vocera del grupo, Consuelo explica que las codependientes disimulan su necesidad de controlar a la gente bajo la apariencia de ser útiles; evadiendo la responsabilidad de su propia vida al involucrarse con personas problemáticas. Los episodios depresivos, comunes en esta patología, son fácilmente olvidados con la excitación que proporciona una relación inestable. En el caso de las mujeres codependientes, es común escuchar que los hombres respetuosos y tranquilos les parecen “aburridos”.

Una encuesta de CONADIC muestra que el 90 por ciento de las mujeres maltratadas vive con un alcohólico. Por ello, es muy común el coalcoholismo, presente en mujeres –y hombres- que dependen de una relación con alguien que, a su vez, depende del alcohol. Sin embargo, no todos provienen de familias fragmentadas o afectadas por la adicción de uno de sus miembros.

Vivir para él
Alejandra sostuvo, por nueve años, una relación que mostraba signos de disfuncionalidad desde los dos meses. Pese a que su novio se relacionaba constantemente con otras mujeres, ella hacía todo por seguir a su lado: faltaba a su trabajo, se alejó de sus amigos y llegó a llamarle hasta 30 veces al día por teléfono. “Vivía para él y para que él quisiera estar conmigo. Nada tenía sentido si no estaba yo con él”, admite. Él, por su parte, la acusaba de inventar cosas, le decía que estaba loca, y ella empezó a creerlo. “Todos me decían “sí puedes dejarlo”, pero yo no podía, de verdad no podía”.

Al no ver satisfecho su deseo de pasar cada minuto con él, la depresión de Alejandra se intensificó; la habían despedido de dos empleos y no tenía ya ganas de vivir. De visita en la Expo mujer, vio de lejos una leyenda en uno de los estantes: “Cuando amar significa sufrir, no es amor, es adicción”. Plenamente identificada con la frase, acudió a Codependientes anónimas; pero al conocer los casos de las demás, sintió que no tenía nada que hacer ahí.

“Al principio yo no identificaba por qué era codependiente, aquí hablaban de familias realmente disfuncionales y yo no, en mi casa no hubo carencias económicas ni alcoholismo; y eso fue lo que más trabajo me costó. Identificar por qué era yo codependiente”, relata Alejandra. Las sesiones con el grupo despejaron su incógnita: un padre dependiente de una madre neurótica, que vivía sólo para ella, fue su ejemplo. Siendo muy parecida a su padre, era repudiada por su madre, a quien jamás logró agradar; por lo que se relacionó siempre con personas parecidas a ella, para lograr la aceptación.

“A mí en lugar de esconderme la botella, me escondían el teléfono. Perdí amigos, familia, trabajo...vivía como un alcohólico”, recuerda.

El doctor Prado explica que los hijos aprenden de los padres el sometimiento y la dependencia, por lo que se vuelve su forma de vida. “No es hasta que el dolor les es suficiente cuando dicen: ya basta”, señala el funcionario. Y el número de asistentes al grupo de autoayuda lo confirma: en 15 años de existencia, ha recibido cientos de mujeres, pero sólo 50 asisten regularmente. “Quizá de 10, se queda una”, precisa Alejandra.

Para el tratamiento de ésta patología, los grupos de terapia y autoayuda recurren al método de los doce pasos, utilizado en los grupos de Alcohólicos Anónimos; pues la solución a ambos problemas es muy similar.

Desde el punto de vista sociológico, el problema toma otras dimensiones. Según el doctor en sociología y académico de la UNAM, Roberto Bermúdez, ésta patología es un círculo vicioso que sólo puede romperse buscando un desarrollo humano y económico. “Y la educación de este país no ayuda mucho, es difícil no volverse sumisa cuando toda la información recibida va encaminada a eso”, precisó el maestro.

Bermúdez coincide con Ángel Prado en que los codependientes aceptan el sufrimiento porque eso es lo que tienen y lo que conocen. Para avanzar en la solución de este problema, advierte el sociólogo, se requiere adoptar una cultura más adecuada a la aceptación del otro y de los otros, “donde haya complementación y no interdependencia, porque no se trata de volverse completamente individualista, sino de volverse un complemento más consciente”.

http://www.eluniversal.com.mx/nacion/149392.html 

sábado, marzo 17, 2007

Doble condena

En el penal femenil de Tepepan, las internas no pueden celebrar el ser mujeres. Presas y con enfermedad mental, reciben menos atención familiar y juicios más severos, por parte de una sociedad que no perdona que esos delitos hayan sido cometidos por una mujer.

Texto y fotos: Claudia Altamirano

Teresita se apresura a escribir un número de cuenta bancaria en un papel, para dárselo a la licenciada antes de que se vaya. “Tome de ahí lo que guste”, ofrece a la subdirectora del penal, Catalina Borceguí. “Cuente con murallas y carrales completos”, dice la hoja que le entrega. Más abajo, en una especie de posdata, escribe una petición especial: “¿Me deja ir a mi casa particular? Aquí no me hallo”.

Robo de infante es el delito por el cual Teresita fue recluida. Esquizofrenia el padecimiento que la llevó al penal de Tepepan, a donde son trasladadas las inimputables, es decir, mujeres que cometieron un delito como resultado de un trastorno mental. A pesar de haber sido una notable doctora y tener un nivel económico desahogado, hoy Teresita pasa el tiempo bordando manteles y escribiendo innumerables cartas en las que siempre pide lo mismo: ir a un sitio donde pueda hallarse a sí misma.


El antiguo Centro Médico de los Reclusorios se convirtió, luego de sólo dos años de operación como tal, en un penal femenil con una población actualmente muy pequeña -189 contra los miles que suele haber en otros penales-, por lo que las internas viven holgadamente en comparación con los penales varoniles y, más aun, con el Centro Varonil de Rehabilitación Psicosocial (Cevarepsi), la cárcel para enfermos mentales que, con una capacidad para 200, recluye a 353 internos.

En un área especial para ellas, las 61 internas psiquiátricas de ese penal reciben tratamiento y permanecen ahí, divididas del resto de las internas por sólo una puerta que se abre fácilmente. Los pasillos son largos, anchos y luminosos; las áreas verdes son tan extensas que hay varios árboles frutales y se les permite, incluso, dar albergue a decenas de gatos, que acompañan a las internas en su encierro, a cambio de la comida que hallan en la basura y un cómodo lugar donde vivir.

Ellas lavan a mano su ropa, tienen una televisión donde ver “sus novelas”, un reproductor donde escuchar la música que prefieran y un auditorio donde ensayan un bailable. Casi todas bordan o tejen mientras toman el sol. El aspecto del lugar es de un asilo o un lugar de descanso, pero la sala de visitas revela la otra realidad: todas las sillas están montadas sobre las mesas, pues casi nunca reciben visitantes.

A diferencia de los internos del Cevarepsi, donde algunos incluso reciben visita conyugal, las mujeres de Tepepan están prácticamente olvidadas: los familiares parecen no querer saber nada de su pariente; la que se robó un niño, la que mató a sus hijos o a su madre, la farmacodependiente, la loca. La hija de una de ellas, viaja hasta el pueblo de Tepepan, en la delegación Xochimilco -donde se encuentra ubicado el penal-, para llevarle ropa y provisiones a su madre, pero nunca entra a verla.

Es por ello que la condena de las inimputables no es más fácil de sobrellevar que la de los hombres, aunque la purguen en un penal mucho mejor que el resto. El beneficio de preliberación al que tienen derecho por su enfermedad mental, no puede aplicarse si no hay un familiar que se haga cargo de ellas y garantice la continuidad de su tratamiento; por lo que, incluso al haber cumplido su sentencia, muchas de ellas no pueden abandonar el penal, al no tener nadie que responda por ellas. Las autoridades tienen prohibido poner en libertad a un enfermo mental que podría acabar en la calle y, al no estar medicado, sufrir un nuevo brote sicótico, que le llevaría a cometer otro delito.

Por si fuera poco, las necesidades particulares de las mujeres se complican en un sitio como éste. Durante su recorrido, la subdirectora se topa con múltiples peticiones y quejas, desde llamadas a un abogado hasta pleitos entre internas, por mera intolerancia. Una anciana alta, muy delgada, de cabello lacio y muy largo, le pide atención exclusiva para acusar a Valentina e indicarle que ya no hay pañales, por lo que tuvo que ensuciar sus pantalones. La licenciada le dice que va a revisar eso, siempre y cuando no los quiera para venderlos, pues la anciana, dice, hace su negocio con ellos. Más adelante, Valentina le da su propia queja y se molesta porque postergan sus peticiones.

“Las mujeres son más difíciles de controlar”, señala la funcionaria, al compararlas con los varones inimputables. “Son más desobedientes, caprichosas y demandantes”.

Muy pocas permanecen en silencio, pero ninguna grita ni se violenta. Casi todas se acercan a hablar con Borceguí, a mostrarle el avance de su “costurita” (bordado), a preguntarle cuando saldrán de ahí, a reclamar por su presunta inocencia. Miriam es de las pocas que sonríen; es una chica muy joven, de complexión robusta y rostro amable, que no dice nada, sólo se acerca un momento y sonríe a los extraños.

Mientras en el Cevarepsi todos los hombres se acercan a saludar a los visitantes y su guía, extendiendo varias veces su mano, diciendo “Buenas tardes” y pidiendo salir en la foto, las mujeres de Tepepan son más bien reacias, algunas miran a la visita con desconfianza y ninguna pide ser fotografiada. Temen ser expuestas y que el rechazo de la sociedad sea aun mayor.

Su experiencia con la prensa no ha sido del todo satisfactoria. Claudia, una mujer de más de 50 años que ha pasado los últimos 18 pagando por el homicidio de sus hijos, fue difamada en una pseudo investigación realizada y televisada por Carlos Trejo, el “cazafantasmas”. Buscando material para su programa, Trejo entró a la casa que Claudia habitaba, pidió información sobre su caso y aseguró cosas que nunca sucedieron; pero la esquizofrenia paranoide de Claudia impide que proceda una demanda por difamación. Por ello y a pesar de su gran amabilidad, su dulce voz y su impresionante belleza, Claudia no quiere hablar ni ser fotografiada.

Robo es el delito más común en éste centro de reclusión y la esquizofrenia el padecimiento más común; mientras que la mayoría de las enfermedades mentales están asociadas a la farmacodependencia. El factor genético es muy poco frecuente pero sumamente poderoso, pues ha llegado a destruir una familia entera. Una interna que padecía esquizofrenia, cuenta Catalina Borceguí, fue referida a ese penal por haber matado a su hermano, quien también era esquizofrénico. En contraste, otra mujer que mató a su madre durante un brote sicótico, obtuvo su preliberación a los nueve meses de haber ingresado, gracias a su hermana; quien comprobó tener los recursos y la voluntad de hacerse cargo de ella y de su tratamiento, con la seguridad de que los medicamentos la mantendrían exenta de nuevo brotes sicóticos y que ambas estarían a salvo.

Para no soslayar el Día Internacional de la Mujer, funcionarias e internas del penal de Tepepan preparan una serie de eventos a llevarse a cabo el 8 y 9 de marzo. Los preparativos y el evento en sí mismo rompen con la rutina de un sitio que, pese a su aspecto tranquilo y por momentos acogedor, sigue siendo una cárcel; donde las mujeres pagan una doble condena: la del delito que cometieron y la del mal que padecen, cuya verdadera dimensión y sufrimiento son conocidos sólo por ellas.

“No hay un derecho a morir”

Antes de pensar en aprobar la eutanasia, México debe regular otras alternativas para enfermos terminales, como la abstención terapéutica ; sugiere el especialista en bioética Hans Van Delden, quien asegura que Holanda no es el “paraíso” de la eutanasia.

Claudia Altamirano
Foto: eitb24

El alto costo del tratamiento para el sida fue motivo suficiente para que Alfonso se dejara morir. Con un buen empleo en una importante empresa crediticia y una vida satisfactoria, la noticia de estar infectado con el VIH lo devastó, al punto de optar por la eutanasia pasiva para terminar pronto con su sufrimiento y evitar, a la vez, convertirse en una carga económica para su familia. Su hermana, la última pariente que le quedaba, aceptaba su homosexualidad pero, ignorando aun los alcances del sida, le daba de comer en trastes especiales, pues quería proteger a sus hijas. “Adoro a mi hermano pero no sé qué es esto y tengo hijas que cuidar”, decía. Así, Alfonso renunció a su empleo, se negó a recibir tratamiento y no luchó ni un momento por su vida.

Como Alfonso, en todo el mundo hay personas que se niegan a seguir esperando resultados de una larga discusión sobre la eutanasia y el suicidio asistido. Inmaculada Echeverría, una mujer española de 51 años que padece distrofia muscular, solicitó, hace cuatro meses, se le desconectara del respirador artificial que la mantenía viva. El pasado jueves, el Consejo Consultivo del gobierno autonómico de Andalucía le concedió finalmente el deseo de terminar con una vida de “enfermedad y opresión”.

Aunque, como dijera el director del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias, Fernando Cano, resulta ingenuo pensar que en México el tema de una muerte con dignidad esté en sus albores, el grupo parlamentario del PRI en la Asamblea Legislativa presentó en noviembre pasado una iniciativa para legalizar la eutanasia, para lo cual propuso realizar un referéndum en febrero pasado que mostrara la opinión de la población capitalina a ese respecto, que finalmente no se llevó a cabo. Sobre esta iniciativa, el doctor holandés Hans Van Delden recomendó a México avanzar en el tema, pero con mesura.


En entrevista, el profesor de ética médica de la Universidad de Utretch sugirió, ante un contexto tan polémico y complicado como el mexicano, regular primero la abstención terapéutica, mejor conocida como eutanasia pasiva, que consiste en renunciar a la prolongación artificial de la vida dentro de un proceso de fallecimiento. Una vez establecido esto en la ley, se pueden considerar la eutanasia activa y el suicidio asistido, precisó el catedrático.


Siendo la eutanasia un fenómeno importante en el contexto del cáncer, y considerando que ese padecimiento es la segunda causa de muerte en México, urge una revisión objetiva al marco legal que tome en cuenta el sufrimiento del paciente, pero también que considere la eutanasia como el último recurso. “Está más relacionado con la forma en cómo el paciente ve la vida que con sus posibilidades de sanación”, reiteró.

“Holanda no es el paraíso”


Con la legalización de la eutanasia, en el año 2002, Holanda se colocó en el ojo del huracán, y a su alrededor se generó todo tipo de temores: que se dispararía la demanda y el número de suicidios asistidos, que se incurriría en asesinatos disfrazados de eutanasia y que los holandeses estaban dispuestos a otorgar a los enfermos su derecho a morir. Pero terminar la vida de un enfermo, esta práctica debe seguir siendo la última opción, según Hans Van Delden.


A casi cinco años de haber sido aprobada la polémica ley, Holanda no reporta una demanda desmedida ni descontrol en la aplicación de la eutanasia: 97% de las peticiones que son presentadas al Comité de Evaluación provienen de un paciente lúcido, y solamente dos de cada cinco son aprobadas. Esto se debe a los estrictos criterios de los miembros del Comité, que para otorgar un permiso para practicar eutanasia o un suicidio asistido exigen la petición escrita del paciente y la opinión de dos médicos independientes que aseguren que ya no hay más qué hacer en ese caso.


Así, para que sea aprobada la aplicación de la eutanasia, aun en Holanda, se requiere que el paciente padezca “un insoportable sufrimiento, sin posibilidades de alivio ni ninguna alternativa razonable de curación”, condiciones que deberán ser avaladas por los médicos, pues si se atendiera sólo la voz del paciente, escucharían solamente su dolor, pero no su situación real.


“Esto tiene qué ver más con la forma en cómo el paciente ve la vida”, refiere Van Delden, quien fue miembro del Comité de Evaluación Remmelink, para el cual realizó diversas investigaciones sobre las decisiones médicas relacionadas con la conclusión de la vida. Es imprescindible que la eutanasia sea vista como un último recurso, advierte el médico, y no un simple escape a una situación dolorosa o el ejercicio de un “derecho a la muerte”. “Holanda no es el paraíso de la eutanasia. No es como si el paciente pudiera exigir su muerte sin que el médico opine”.


Durante una breve visita a México, el especialista impartió dos conferencias sobre el tema, en las que especificó que la llamada Ley 2002 no da apertura total a esta práctica, sino que creó una distancia mayor entre la criminalidad y la práctica médica, que aún tiene restricciones. El reto ahora, señaló, es humanizar la eutanasia, pues el tema se encuentra demasiado medicalizado, dando prioridad al análisis médico sobre la voluntad del paciente.


—¿El número de solicitudes en Holanda no habla, por sí mismo, de un gran sufrimiento?
—“No, habla de un gran número de personas que creen que esta es la única salida. Allá tenemos médicos que les explican que no es así, que hay otras vías. Se habla de dignidad, y a todos nos puede parecer indigno no poder hablar, no poder moverse, pero la verdad es que se puede intentar hacerlo más digno. Hay algo que se llama terapia de dignidad, que es una forma de hacer que ellos encuentren dignidad en la forma en que viven ahora”.


Van Delden subrayó que el objetivo de legalizar la eutanasia nunca fue ni será aplicarla a quien lo pida. “No se trata de decirles ‘Ok, ¿quieres morir? Perfecto, lo haré’. Se debe tratar de encontrar otra manera de lidiar con el problema que tiene”. Lo que se busca, dijo, es estar seguros de que se trata de una decisión bien analizada y consensuada, y que realmente es la única opción para terminar con el sufrimiento del paciente.


Actualmente, la eutanasia activa sólo es legal en Holanda, mientras que el suicidio asistido es permitido en ese país nórdico y en Oregon, Estados Unidos. La eutanasia pasiva, por otra parte, es permitida por la ausencia de acciones punibles, pero aún genera grandes dilemas éticos en la comunidad médica mundial, que ven la abstención terapéutica como una omisión en la labor primordial del médico, que es preservar la vida por todos los medios.