miércoles, marzo 23, 2016

La generación que nunca descansó

Un hombre mayor va por su nieta a la escuela. Camina con ella por las calles de la Condesa y la Escandón, cargando un montón de bultos inapropiados igual para una niña tan pequeña que para un hombre cansado. Apenas puede con las bolsas, la maqueta que hizo la niña como tarea y, con otra mano, tomar la mano de la pequeña para cruzar la avenida. Ella no debe tener ni cinco años y él seguro se acerca a los 70. Pero ahí van, andando despacio, arrastrando todo lo que la escuela pide que los niños lleven toooodos los días.

Seguro los padres tienen que trabajar. Los dos, o el que esté. Seguro les gustaría más ir por su hija todos los días a la escuela, pero deben trabajar. Seguro el abuelo la lleva y la trae con gusto, pero es evidente que le cuesta trabajo. Y encima, la niña decide hacer berrinche y se rehúsa a tomar la mano de su abuelo para cruzar la calle. "Obedéceme", le pide con suavidad pero con desesperación el hombre a la niña, pero ella se empecina. Ella aún no puede entender que es por su seguridad, y él no tiene energías para estar peleando contra la voluntad de una niña, menos a media calle. Seguro que le encantaría dejarla hacer lo que quiera, pero de él depende en ese momento la integridad de la pequeña. Seguro él disfrutaría más de convivir con su nieta de otra forma: sólo jugar con ella, sólo darle dulces a escondidas de su mamá, sólo ver televisión juntos. Pero estos son los tiempos en que no hay tiempo: no se puede atender a los hijos porque todos tienen que trabajar, pero después ya no habrá más tiempo para engendrarlos; y la generación de nuestros padres, que ya trabajó toda su vida para mantenernos a nosotros, ahora destina su tiempo a cuidar a nuestros hijos, en ese, el que ya debería ser SU tiempo. Injusto, muy injusto este, nuestro tiempo.