jueves, marzo 30, 2006

Hasta que la muerte nos separe


-Claudia Altamirano
Publicado en Milenio Diario
Foto: Inmujeres

La campaña mediática del Instituto Nacional de las Mujeres hace gala, no sólo de una excelente producción televisiva, sino también de una gran creatividad y elocuencia al emitir su mensaje: “el que golpea a una, nos golpea a todas”. Bajo este lema, conocidos rostros femeninos se solidarizan con los 9 millones de víctimas de la violencia doméstica, simulando, con excelente maquillaje, haber sido golpeadas también. La campaña española “18 minutos” es también un buen modo de romper el silencio que fomenta este crimen.

La intención, como dice Juan Gabriel, es buena, nadie se los quita. Se trata de una manifestación virtual del descontento de estas mujeres (y de todas) por el abuso físico y psicológico del que son objeto aquéllas a quienes sus maridos las consideran como precisamente eso: un objeto. Todos los rostros femeninos conocidos coinciden en que es necesario tomar cartas en el asunto, y no ignorar este problema ni dejarlo en el ámbito de cada familia, sino actuar en consecuencia como sociedad.

Pero, ¿Qué hacer cuando son ellas mismas quienes defienden a su agresor, quienes encubren al golpeador por miedo a represalias o, peor aun, lo absuelven bajo el argumento de que “es su marido” y tiene, por tanto, derecho a hacer de ellas lo que él quiera? ¿Qué hacer con aquéllas hembras que se asumen estrictamente como tal, rebasando el simple rol de contraparte del varón hasta llegar a ubicarse, gustosamente, como una esclava del macho, cumpliendo -literalmente- con la premisa de "hasta que la muerte (por golpes) nos separe"?

Conocí, hace ya varios años, a una chica llamada Emirée. Debió tener alrededor de 22 años cuando nuestros caminos, incidentalmente, se cruzaron y aunque nunca crucé palabra con ella, dejó profunda huella en mi memoria por lo patético e irremediable de su caso.

Su aspecto era el de una modelo: alta, delgada, de rasgos finos, bella en general. Escolaridad: bachillerato, hasta ese entonces. Simpática, sociable. No habitaba un barrio marginal, donde se esperaría, con mayor frecuencia, encontrar casos de violencia hacia la mujer. No poseía una sola de las características más comunes de una mujer golpeada. Pero lo era. Omar, su novio de varios años, le propinaba severas golpizas cuando sufría un ataque de celos, o cuando ella lo “provocaba” saliendo con amigos.

Amigos que fungían como paños de lágrimas pero nunca como una ayuda real: ni ella ni los amigos denunciaron jamás a Omar, quien llegó a romperle la nariz de un solo golpe y, hasta cuando le perdí la pista a esta moderna y respetuosa pareja, seguía libre e impune; gracias al aguante y falta de autoestima de Emirée, que siempre lo defendía y volvía a sus fuertes brazos después de llorar y consolarse en los de sus amigos.

Como ella, he visto de cerca numerosos casos de mujeres víctimas de violencia, empero, se trataba de ancianas que fueron educadas bajo el modelo androcrático, o de mujeres con un bajo nivel de escolaridad... nunca antes vi a una chica de mi generación ser maltratada de esa forma y –lo peor- que ella lo permitiera cual adelita frente al Caudillo del norte.

Pero ella fue solo la primera de muchos casos que me ha tocado atestiguar: mujeres que son agredidas física y/o moralmente y que, no solo no denuncian a su agresor, sino que lo defienden de la sociedad que intenta defenderlas a ellas; argumentando que él “es su hombre” o esperando fatuamente que ésa situación de violencia que viven, cese por sí sola algún día. Y las estadísticas de Inmujeres, ONU e INEGI se quedan cortas: se refieren a los golpes, violaciones, insultos, humillaciones y chantajes de que son objeto miles de mujeres alrededor del mundo, pero omiten (por la imposibilidad de calcularlo) la sumisión del grueso del género femenino; que no sólo permite esta situación sin denunciarla, también permite un tipo de opresión invisible al que se prestan gustosas: una sutil manifestación de machismo con el que muchas parecen estar dispuestas a cooperar.

No exigir el uso del condón en cada acto sexual, abandonar actividades y personas que le resultan molestas o incómodas al inseguro hombre con el que viven o salen, un servilismo incondicional –disfrazado de amor- a padre y hermanos varones; mantener los deberes domésticos como obligación exclusiva de la mujer (aunque también trabaje) y ejercer un machismo de clóset vestido de feminismo, son sólo algunos tristes síntomas de esta forma de imperceptible sumisión que practican cada vez más mujeres en el mundo.

Y es que estamos sumidas en un círculo vicioso: queremos libertad pero le ponemos el candado a la reja que ellos pusieron, queremos autonomía pero no aceptamos responsabilidad, nos decimos liberadas pero inculcamos a nuestros hijos – con el ejemplo- el modelo machista; exigimos que se detenga el número de víctimas de violencia pero, en lugar de despertar conciencias, nos solidarizamos con su victimización.

Y si a eso le sumamos la incapacidad del Estado para responder a la exigencia femenina de castigo hacia sus opresores, la situación parece no tener esperanza de solución. Incapacidad que se ve reflejada, incluso, en la misma campaña de Inmujeres, pues, según dijera Carmen Aristegui en el programa Zona Abierta, los productores del spot televisivo tuvieron que omitir la palabra “denuncia” al final del mismo, pues se temía que se dispararan las denuncias y el Estado no tuviera recursos para responderlas. Entonces, ¿para qué alentar la concientización sobre un problema para el que no tienen capacidad de respuesta como Estado?

Me parece loable aunque no deseable que una mujer como Aristegui, con un altísimo nivel de conocimiento, inteligencia y capacidad, cualidades que le dan toda la autonomía y sensatez para no ser una mujer golpeada, aparezca como una víctima más para mostrar su solidaridad con las que sí lo son. Que Angélica Aragón, quien un día se volvió icono de una verdadera liberación femenina a través de una telenovela (ser cuarentona y ligarse a un jovenzuelo sí que es una afirmación de la capacidad femenina más allá de los atributos físicos), hoy aparezca como una golpeada más. Ello, más que enaltecerlas, creo que las victimiza y las reduce a mujeres sin autoestima ni conocimiento de sus derechos.

Y es que, como dijo la catedrática Adriana Ortiz, en la interesantísima mesa de debate de Héctor Aguilar Camín, ofrecer la imagen de una mujer sometida, reducida, debilitada, en lugar de poner el ejemplo de una mujer fuerte, independiente y por lo tanto autónoma, sigue impidiendo que las víctimas aspiren a más y se asuman, cada vez más, como “sexo débil”. Al menos a mi, que también soy mujer, mexicana, educada en el catolicismo y bajo el modelo machista -igual que la mayoría- no me gustaría que se me redujera a una mujer sumisa, ignorante de sus derechos, capaz de permitir que un ser inseguro, frustrado y agresivo abuse de mí de alguna forma. Ni una sola vez.

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