miércoles, marzo 29, 2006

Vivir con la muerte


El 1 y 2 de noviembre, son dos únicos días en que la muerte es la protagonista, para, un día después, volver a ser ignorada y temida. Sin embargo, hay un sector de la población que mira a la muerte de frente todos los días del año, para dignificarla y aprender de ella.

Texto y fotos: Claudia Altamirano

Septiembre de 1985. Durante los días que siguieron a los terremotos, el Panteón Dolores de la Ciudad de México recibió cientos de cuerpos, algunos de los cuales no fue posible identificar, por lo que fueron depositados en la fosa común. Al ir bajando los cuerpos de los vehículos, un chofer jaló uno cuya cabeza golpeó la defensa de la camioneta y rebotó en el suelo. Israel Cancino, jefe de la fosa común del cementerio, mantuvo esa imagen en su memoria los siguientes dos meses, soñando todas las noches con el rostro de esa persona.

“Sentí muy feo porque se oyó horrible”, cuenta. “Lo veía en las noches junto a mi cama. Hasta probé diciéndole groserías, porque dicen que con eso se van, pero ahí seguía”... Hasta que pidió limosna en una iglesia para mandarle decir una misa y el asunto quedó atrás.

Los dos primeros días de noviembre, México recuerda a sus muertos. Los panteones se abarrotan, las ofrendas lucen en las plazas públicas y en todos los hogares, se realizan ritos religiosos y hasta se emprenden concursos de disfraces y versos conocidos como “calaveritas”. Es la única fecha en que la muerte es la protagonista, para, un día después, volver a ser ignorada y temida.

Sin embargo, hay un sector de la población que, durante todo el año, trabaja a su lado y, no sólo no le teme, sino que vive de ella. Sepultureros, embalsamadores, académicos y médicos forenses, miran a la muerte de frente todos los días del año, para dignificarla y aprender de ella.

Israel es sepulturero del Panteón Civil de Dolores desde hace 30 años, de los cuales 3 se ha encargado de la fosa común. Su antecesor se jubiló y nadie más quiso relevarlo, pues, dice, se necesita valor. “No cualquiera se hace cargo de eso, la verdad. Al principio yo tampoco quería porque pues... la fosa huele mal y el ambiente es infeccioso... pero pues ya de tanto insistir, pues sí me fui”.

Todos los días se levanta a las cuatro de la mañana, para salir de Chalco y llegar a la avenida Constituyentes a las siete. Debe bajar todos los días a la fosa, mantenerla limpia y supervisar que todo esté en orden. Pese a que oficialmente descansa el fin de semana, su presencia resulta indispensable los sábados, día en que el Servicio Médico Forense (SEMEFO) envía los cuerpos que llegaron durante la semana y no pudieron ser identificados. “Recibo los cuerpos, tapo y me retiro”.

Asimismo, el cementerio más ocupado de la capital recibe unas 3 veces por año cerca de 30 cuerpos incinerados que sirvieron para estudio en la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); mientras que el Instituto Politécnico Nacional (IPN) hace un envío por año de alrededor de 50 cuerpos fragmentados con fines de investigación.

Al cruzar el gran portón verde que conduce a la gran fosa, inicia un camino descendente sin más distintivo que un gran círculo de piedra, construido en memoria de quienes fallecieron en El Temblor y no pudieron ser identificados. Israel muestra una fosa abierta que alberga ya 14 cuerpos, teniendo capacidad para una centena. Por entre la tierra se alcanza a asomar un fémur, como resultado del efecto del aire.

Sorprende ver algunas lápidas a lo largo del espacio de las fosas, colocadas ahí por quienes identificaron a sus muertos después de haber sido enterrados en la fosa, para ubicar -someramente- a su muerto y visitarlo ahí. Algunas inscripciones tienen sólo un nombre, otras dedican pensamientos al difunto y algunas más dictan la dolorosa fecha de 19 de septiembre de 1985.

Su llegada a este empleo fue circunstancial. Un amigo suyo le pidió ayuda para un servicio, situación que se repitió hasta que se volvió sepulturero auxiliar, gracias a la oferta de un coordinador. “Y pues aquí estamos... de aquí nos sacan cargando...más bien aquí nos meten cargando”, expresa Israel, entre risas.

Aun tratándose de una labor inusual, él asegura que nunca le ha afectado llevarla a cabo, aunque reconoce que al principio sí le resultó difícil e incluso estuvo a punto de dejarlo. “Luego ya no quería yo venir porque pues...se siente feo”, pues le afectaba presenciar todos los días el llanto y el dolor de los deudos. “Pero a todo se acostumbra uno menos a no comer”, concluye.

Forenses, los mejores médicos

El Servicio Médico Forense (SEMEFO) del Distrito Federal tiene una planta de 189 trabajadores, entre los que hay toxicólogos, antropólogos, odontólogos, psiquiatras, fotógrafos, personal de intendencia y 53 médicos forenses. De acuerdo con una estadística de ese organismo, entre los años 2000 y 2004, se expidió el dictamen médico- forense a 27 mil 876 cuerpos y se capacitó en materia forense a 43 mil 890 médicos y peritos. Destaca que fue hasta el año 2004 cuando se permitió realizar prácticas médicas en cadáveres, teniendo un registro nulo en la estadística hasta ese año, cuando se llevaron a cabo 4 mil 575 prácticas. El doctor Armando Luna Rosas, subdirector del SEMEFO, explica esto bajo el argumento de que la medicina forense es un área de alta aplicación médica, lo que la convierte en una fuente de conocimiento vastísima.

“Aquí se aplica todo lo que uno ha aprendido como médico en su vida. Por eso es tan apasionante, cuando empieza uno a entender la medicina forense se va uno metiendo tanto a fondo que jamás se vuelve a salir. Cuando está bien preparado, el forense es un compendio de todas las áreas médicas, sumado al conocimiento en criminalística y derecho penal”, puntualiza el médico.

Para él, no cualquiera puede ser forense. Para ello, advierte, se requiere sensibilidad, perspicacia, fuerza y decisión; “que disfrute lo que hace, de lo contrario, se pierde”.

Luna Rosas lleva 27 años en la medicina forense. Actualmente es académico en la UNAM, como profesor titular de medicina forense y del IPN, de donde es presidente de la Academia de Medicina Legal. Pero su incursión a esta disciplina fue fortuita: llegó al SEMEFO haciendo prácticas de cirugía de mano y los directivos lo invitaron a seguir participando. “Los primeros tres días fueron terribles”, recuerda, “me sentía angustiado y deprimido. Pero luego se va adaptando porque empieza a conocer, a disfrutar y se olvida de todo”, asegura.

Descarta por completo la idea de que los forenses sean personas insensibles y duras, por el contrario, afirma, se vuelven más sensibles, precavidos y moderados, luego de ver las consecuencias de conductas humanas que derivan en la muerte, como los excesos de alcohol y de velocidad. Paradójicamente, debe saber desechar todo el estrés y las emociones que le provoca su trabajo, para no involucrarse y sufrir una alteración que pudiera afectar su trabajo.

“Parte del entrenamiento que se les da a los alumnos es no llevarse los casos a su casa ni a su mente. Cuando una persona viene e identifica a un cuerpo y grita de angustia o llora, todos lo sienten, se hace un silencio sepulcral, pero ellos deben saberlo desechar al momento. Pero esto no significa que no lo sientan”.

La situación más estresante para el doctor Luna tuvo lugar en Huixquilucan, Estado de México. Tras la caída de un avión sobre los autos que circulaban por la carretera México- Toluca, un joven se le acercó con una zapatilla de mujer en la mano, que aún contenía parte del pie de su propietaria. “¡Ahí está, búsquela!”, le exigía, pero en medio del desastre era, a decir del forense, prácticamente imposible encontrar el cuerpo íntegro de aquella mujer. “Pero uno tiene que atenderlos, hay que ser empáticos con ellos. Es cuando se siente uno presionado, impotente”, lamenta.

El galeno confiesa que su trabajo le ha alterado el sueño alguna vez: “Me tocó hacer reconstrucción de cadáveres, tuve que reconstruir muchas caras bonitas, entonces soñaba con esos rostros... que estaba trabajando y se reían de mí, porque no me quedaban bien”.

Después de todas las cosas que ha tenido que ver, el subdirector del Forense capitalino asegura que lo peor que ha visto en toda su carrera, son los niños maltratados. “Eso me duele mucho”, expresa. “Y me han tocado muchos” -medita un poco y con expresión de franca desaprobación, prosigue- “el final de la patología social. Se siente mucho coraje y piensa uno lo peor... no se vale”.

Pero sobre todo, este trabajo es, para el doctor Luna, una fuente de conocimiento. “Recuerdo que vi un situs inversus completo, una persona que tenía todos los órganos invertidos, por una alteración genética. El señor murió de atropellamiento pero estaba totalmente sano. Ese tipo de cosas lo ponen a uno a estudiar...ya no se lleva la impresión de un muerto, sino la iniciativa de saber más sobre las cosas que ve”, asegura el galeno.

Olor a muerto

Cuando el doctor Natalio González empezó su carrera, su esposa tenía una queja constante sobre su trabajo: “Hueles a muerto”, le decía, mientras se negaba a seguir lavando las batas que tenían restos de sangre seca. “Pero ya se acostumbró”, afirma el médico forense y académico de la Facultad de Medicina de la UNAM, quien ha ejercido esta profesión por 29 años.

Estudió medicina forense por razones de tiempo: la maestría en Criminalística era muy breve, en comparación con otras especialidades. Pese a que hoy se dedica al estudio y conservación de los huesos, el profesor reconoce que ha padecido gran tensión y situaciones difíciles a lo largo de su carrera. Ha dormido en anfiteatros, consultorios, escritorios, camas de exploración... sin perder el sueño.

“Antes de llevar la materia de anatomía, vine unas 3 o 4 veces aquí (las aulas) para irme acostumbrando al olor, para cuando tuviera que estar ahí por mi clase. Luego, cuando ya la tomaba, estuve como 3 meses sin poder comer carne, me causaba vómito. Los primeros cadáveres que limpié, si sentía feo”, relata.

Natalio nos muestra un feto de 4 meses que flota en formol dentro de un frasco. Posteriormente, saca una bolsa de plástico de un cajón, llena de falanges. Con un evidente interés en su materia de trabajo, coloca alguna sobre sus propios dedos, mostrando a que mano y dedo pertenece la falange que extrajo de la bolsa.

Para diciembre de 2006 planea retirarse. Quiere tomar un curso para aprender a tocar la guitarra, descansar de la tensión del trabajo, hacer pendientes en su casa para los que hasta hoy no ha tenido tiempo.

Embellecer a la muerte

La labor de Enrique Bautista es, esencialmente, quitarle el mal aspecto a la muerte. Dar una buena imagen a los cuerpos sin vida, con el único objetivo de evitar que los deudos lo vean descomponerse. “El fin es ponerlo guapo para que lo vean como era. Que puedan velarlo con toda confianza. Cuidamos la última impresión, para que el pariente se quede con un buen recuerdo”, puntualiza el embalsamador.

Con apenas 35 años de vida, Enrique ha realizado esta labor por más de 3 lustros aunque, también en este caso, fueron las circunstancias las que lo ubicaron en este oficio: mientras estudiaba Ingeniería Agropecuaria, tuvo la necesidad de conseguir empleo, encontrándolo en la funeraria de su compadre. Al irse adentrando en este trabajo, tomó cursos de embalsamamiento para tener todas las bases teóricas de lo que ya hacía en la práctica. Lo que parecía ser un trabajo eventual para sortear gastos, se convirtió en la profesión de su vida, a la que piensa seguirse dedicando todavía por mucho tiempo.

Enfundado en una bata blanca que porta una estampa de un embalsamamiento egipcio, Enrique me muestra su equipo de trabajo: Químicos de conservación y desinfección importados de Estados Unidos (en México no se fabrica este material), colágeno, cauterizante; restaurador, sellador de incisiones, crema hidratante, spray fijador, herramientas de disección y un estuche de maquillaje especial que asciende a 5 mil pesos.

El vestuario corre a cargo de los deudos. Muchos de ellos –principalmente de provincia-, basados en la idea de que tras la muerte hay un camino que recorrer hacia otro espacio, piden que se vista a su difunto con trajes de santos o vírgenes, con la esperanza de que éste siga el camino de esa deidad.

“Al último quedan satisfechos o agradecidos, hasta me han dado mi abrazo”, lo cual ha representado la mayor satisfacción para Enrique. Lo motiva para hacer mejor su trabajo y estudiar más, para estar siempre actualizado en su materia de trabajo. “Esto no es nadamás de ‘lo voy a poner guapo’ y ya, es una profesión”, en la que, asegura, debe tener incluso conocimientos sobre tanatología, para saber cómo tratar con las personas en esa situación tan difícil.

Uno de sus mayores retos profesionales fue una chica de 18 años, asesinada por su esposo. Empezó golpeándole el rostro con un martillo, fracturándole los huesos. Después la apuñaló y, utilizando una manguera del gas como soplete, la quemó. “Había que echarle todas las ganas para que sus familiares la vieran bien. Tuve que cauterizar toda la piel viva, aplicar cera, reconstruirle los pómulos con colágeno y maquillar sobre la cera. Fue algo difícil, pero el resultado fue bueno”, señala, con una expresión que no se decide entre el lamento y la satisfacción.

Enrique sortea la tensión de convivir con el dolor, que invariablemente acompaña a la muerte, a través del diálogo. Cuando algún caso en particular le impactó, o los familiares del difunto le hicieron partícipe de su pena, él platica lo sucedido con su esposa, para liberarse de ese amargo momento. Conversa también con los deudos para darles consuelo, logrando así, sentirse mejor y aprender más para realizar mejor su trabajo.

Respeto a la vida

Éstos cuatro hombres, desde sus diferentes contextos, coinciden en una afirmación: trabajar con la muerte, más que insensibles, los vuelve más conscientes, cautos y les infunde un gran respeto por la vida. Todos ellos saben la muerte es ineludible y su religión les hace creer que, incluso, ese momento está determinado por Dios; pero, después de atestiguar las consecuencias de la imprudencia y la enfermedad, procuran evitar que su propia muerte sea de esa forma.

“Quiere uno ayudar a todo el mundo. Se vuelve más cauto. A los seres queridos no quiere que les pase nada y siempre anda uno previendo”, señala el subdirector del SEMEFO, mientras que el embalsamador puntualiza: “A uno le puede tocar donde sea, pero hay que prepararse y tener precauciones. Yo no fumo ni tomo, a mi esposa le pido que esté muy atenta de mis hijos, pues he visto niños que mueren por descuido de los padres. Se vuelve uno más precavido en en volante y en todo. La muerte de cada uno tiene su momento, pero hay que ser precavido”.

Numeralia

El SEMEFO del DF cuenta con 53 médicos forenses.
Entre 2000 y 2004, se realizaron 27 mil 876 dictámenes médico- forenses y se capacitó en esa materia a 43 mil 890 médicos y peritos.
La UNAM envía a la fosa común del Panteón Dolores 90 cuerpos al año en promedio, mientras que el IPN envía alrededor de 50 cuerpos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy buen reportaje =) Gracias por compartirlo!!!

Claudia Altamirano dijo...

Muchas gracias :)